¿Enfermedades? o …¿enfermedad?
Tanto en medicina como en el lenguaje popular se
habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica
claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad
es una palabra que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural,
es tan tonto como decir “saludes”. Enfermedad y salud son conceptos singulares,
por cuanto que se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes
del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje habitual.
El cuerpo nunca está
verdaderamente enfermo o sano ya que en él sólo se manifiestan las
informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para
comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su
funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos
llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la información
que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo
que un programa de radio al receptor. Dado que la conciencia representa una
cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni
depende de la existencia de éste.
Lo que ocurre en el cuerpo de
un ser viviente es expresión de una información o concreción de la imagen correspondiente
(imagen en griego es eidolon y se refiere también al concepto de la «idea»).
Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura
corporal mantiene un nivel constante, las glándulas segregan hormonas y en el
organismo se forman anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia
en sí, sino que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es
la conciencia.
Cuando las distintas
funciones corporales se conjugan de un modo determinado se produce un modelo
que nos parece armonioso y por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones
se perturba, la armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de
enfermedad. Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también,
el trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (en realidad, contemplada
desde otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un cierto equilibrio).
Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el
plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el
cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y
cambios que se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es
sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se
convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se
manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre
un desequilibrio en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de
síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo
sólo puede estarlo el ser humano en su conjunto—, por más que el estado de
enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la representación de
una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!)
Síntomas hay muchos, pero todos
son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y que se
produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la conciencia, pues, el
cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender que no
suscribimos la habitual división de las enfermedades en somáticas,
psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación sirve más para impedir
la comprensión de la enfermedad que para facilitarla. Nuestro planteamiento
coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que nosotros
aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La distinción entre
«somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que el
síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo
concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu
nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en
el plano psíquico, es decir, en la conciencia del individuo.
Aquí
trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe
la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del
síntoma que predomine en cada caso. Con la diferenciación entre enfermedad
(plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza
del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy
insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico que no
trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el
atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.
Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o
menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la
continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención,
interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos
reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de
fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un
objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace
que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación:
el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión
visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro
proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una
indagación. Es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de
suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el
síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que
nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.
Pero
la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su
problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y
enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se
regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo,
mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que
aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este
propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera
en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada
moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una
fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas sean
otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a
unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre
las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en
importancia y frecuencia durante el mismo período.
El estudio no será
fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la
«enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La
enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar
con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera
la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del
empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño
puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte
a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.
En suma,
la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha
dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se
manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y
portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra
vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros,
como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos
perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que
algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que,
para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como
síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.
Cuando el individuo
comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su
relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma
como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que
descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así
vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos
ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será
duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La
enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y
hacernos sanos.
El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo
tenemos que aprender su lenguaje— Más bien sería reaprender, ya que este
lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino,
sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de
la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta
ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas.
Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son
compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos
conocen de verdad. Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de
soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan
crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que
nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que
resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos
sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de
otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención
y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera
curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que
nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio
de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten
superfluos.
Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la
enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad
transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que
el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente
incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto,
tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a
esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación. La curación se
consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión
de la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen
exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues
un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso,
estados de la conciencia.
El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la
salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el
camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va
hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor
podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino
servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.