Seducir es atraer el apoyo automático de la gente.
Al seducir colmamos el pensamiento del otro, laureamos su forma de ser,
conseguimos prendar su mente, hipotecamos su imaginación, logramos que nos
recuerde cuando ya no estamos presentes físicamente. Se trata de una forma de
comunicación que sigue leyes específicas, un juego psicológico orientado a
fascinar en el que apenas interviene la belleza física, porque, con el corazón
y la
cabeza imantados, el seducido suele encontrar
atractivo, o incluso arrebatador, el aspecto físico de los seductores.
El seductor actúa con dos poderosos imanes
psicológicos: por un lado, aparenta ser exactamente como nos gustaría ser,
emana virtudes particulares que nos apetece imitar o poseer, le presentimos
capaz de guiarnos por caminos que tememos explorar en solitario, senderos
fascinantes con los que soñamos en secreto. Los seductores poseen lo que nos
falta, ostentan cualidades que nutren nuestro lado psicológico más carente. Para
colmo, estas personas tan sublimes nos bendicen con su atención, nos prestan
oídos, asienten, sonríen, repiten nuestro nombre, copian disimuladamente
nuestros gestos y posturas para hacernos entender, inconscientemente, que
estamos ante un alma gemela. En el cristal de sus ojos vemos nuestro propio reflejo
mejorado, algo sin duda tan atractivo como adictivo, puesto que en su presencia
nuestra autoimagen se vuelve áurea y opípara. En este punto yace su magnetismo
fundamental y su infalible método para obtener apego: su alejamiento
precipitaría el desvanecimiento de la imagen idílica de nosotros mismos.
Los seductores juegan constantemente con el
sentimiento de posesión y pérdida, pero la diferencia entre la seducción manipuladora
y constructiva depende del volumen de felicidad o tormento que obtenemos tras
ser seducidos. De este modo, sin darnos cuenta, nos sorprendemos volcando en
los oídos del cautivador confidencias que solo guardamos para nosotros mismos,
o pensamos en él o ella sin tregua, planteamos diálogos imaginarios,
planificamos modos de agradarle, anhelamos su compañía, sus directrices, su
atención; deseamos entregarle lo mejor de nosotros para que lo disfrute, lo
refleje y se mantenga, así, a nuestro lado. Y de este modo inocente, sin prisa
ni pausa, nos colocamos voluntariamente en sus manos.
La persona seductora, en cualquiera de sus
variantes, afronta el proceso de atracción con la metodología de un estratega
que casi nunca improvisa. Primero observa atentamente a su blanco, prestando
extraordinaria atención a sus movimientos, estilo de comunicación y cicatrices
psicológicas. Sabe cómo mirar, dónde mirar y qué mirar. Traduce señales, imita
gestos y posturas con el fin de generar máxima confianza, entregando absoluta
prioridad al otro, emulando sus gestos y posturas con el fin de generar sintonía
y confianza.
El seductor es un artista de la empatía,
abastecedor de las carencias sentimentales, operador del artefacto emocional. La
maniobra tiene que estar medida y la actuación debe ser delicada: en ningún
caso, bajo ningún concepto, el destinatario debe sospechar que está siendo
intencionadamente seducido. Más bien debe creerse arrastrado por un magnetismo
carente de otro propósito distinto del de compartir el mejor trato humano de
ida y vuelta; de lo contrario se volverá suspicaz y, en lugar de deseo, el
seductor le inspirará miedo.
Una vez superado el primer avance, el fascinador
pasa a eclipsar la mente de su objetivo, su barrera defensiva más poderosa; se
invita a sí mismo pronunciando con frecuencia, aunque sin avasallar, el nombre
del oponente: le mira a los ojos el tiempo justo, sin intimidarlo y con gran
interés; le escucha y atiende, le otorga la razón, le cede el poder. Así, poco
a poco, desmonta la salvaguarda de su blanco; da a entender que no es un
enemigo, sino alguien con sensibilidad para sacar lustre a los secretos del
alma.
Una vez impregnado el pensamiento del
destinatario, el seductor inicia un nuevo paso: se anuncia como proveedor de
placer, salvador de la desnutrición psicológica de su objetivo en cualquiera de
sus variantes: autoestima, seguridad, diversión, valentía, necesidad de
sentirse útil, de ser escuchado... conduce suavemente al otro, pero sin
explicarle adonde va ni la duración del trayecto. Y sobre todo, prorroga la
acción; la fantasía de su objetivo, se dispara, trabaja, imagina, anticipa,
piensa, elige.
En cuanto el seductor logra instalar su monarquía
en el pensamiento del otro, comienzan los delicados trámites del castigo:
alterna momentos de sintonía total con otros de frialdad, inyectando en el destinatario
el pánico a la pérdida y, con ello, garantizándose su apego psicológico.
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