miércoles, 18 de noviembre de 2015



Seducir es atraer el apoyo automático de la gente. Al seducir colmamos el pensamiento del otro, laureamos su forma de ser, conseguimos prendar su mente, hipotecamos su imaginación, logramos que nos recuerde cuando ya no estamos presentes físicamente. Se trata de una forma de comunicación que sigue leyes específicas, un juego psicológico orientado a fascinar en el que apenas interviene la belleza física, porque, con el corazón y la
cabeza imantados, el seducido suele encontrar atractivo, o incluso arrebatador, el aspecto físico de los seductores.

El seductor actúa con dos poderosos imanes psicológicos: por un lado, aparenta ser exactamente como nos gustaría ser, emana virtudes particulares que nos apetece imitar o poseer, le presentimos capaz de guiarnos por caminos que tememos explorar en solitario, senderos fascinantes con los que soñamos en secreto. Los seductores poseen lo que nos falta, ostentan cualidades que nutren nuestro lado psicológico más carente. Para colmo, estas personas tan sublimes nos bendicen con su atención, nos prestan oídos, asienten, sonríen, repiten nuestro nombre, copian disimuladamente nuestros gestos y posturas para hacernos entender, inconscientemente, que estamos ante un alma gemela. En el cristal de sus ojos vemos nuestro propio reflejo mejorado, algo sin duda tan atractivo como adictivo, puesto que en su presencia nuestra autoimagen se vuelve áurea y opípara. En este punto yace su magnetismo fundamental y su infalible método para obtener apego: su alejamiento precipitaría el desvanecimiento de la imagen idílica de nosotros mismos.

Los seductores juegan constantemente con el sentimiento de posesión y pérdida, pero la diferencia entre la seducción manipuladora y constructiva depende del volumen de felicidad o tormento que obtenemos tras ser seducidos. De este modo, sin darnos cuenta, nos sorprendemos volcando en los oídos del cautivador confidencias que solo guardamos para nosotros mismos, o pensamos en él o ella sin tregua, planteamos diálogos imaginarios, planificamos modos de agradarle, anhelamos su compañía, sus directrices, su atención; deseamos entregarle lo mejor de nosotros para que lo disfrute, lo refleje y se mantenga, así, a nuestro lado. Y de este modo inocente, sin prisa ni pausa, nos colocamos voluntariamente en sus manos.

La persona seductora, en cualquiera de sus variantes, afronta el proceso de atracción con la metodología de un estratega que casi nunca improvisa. Primero observa atentamente a su blanco, prestando extraordinaria atención a sus movimientos, estilo de comunicación y cicatrices psicológicas. Sabe cómo mirar, dónde mirar y qué mirar. Traduce señales, imita gestos y posturas con el fin de generar máxima confianza, entregando absoluta prioridad al otro, emulando sus gestos y posturas con el fin de generar sintonía y confianza.

El seductor es un artista de la empatía, abastecedor de las carencias sentimentales, operador del artefacto emocional. La maniobra tiene que estar medida y la actuación debe ser delicada: en ningún caso, bajo ningún concepto, el destinatario debe sospechar que está siendo intencionadamente seducido. Más bien debe creerse arrastrado por un magnetismo carente de otro propósito distinto del de compartir el mejor trato humano de ida y vuelta; de lo contrario se volverá suspicaz y, en lugar de deseo, el seductor le inspirará miedo.

Una vez superado el primer avance, el fascinador pasa a eclipsar la mente de su objetivo, su barrera defensiva más poderosa; se invita a sí mismo pronunciando con frecuencia, aunque sin avasallar, el nombre del oponente: le mira a los ojos el tiempo justo, sin intimidarlo y con gran interés; le escucha y atiende, le otorga la razón, le cede el poder. Así, poco a poco, desmonta la salvaguarda de su blanco; da a entender que no es un enemigo, sino alguien con sensibilidad para sacar lustre a los secretos del alma.

Una vez impregnado el pensamiento del destinatario, el seductor inicia un nuevo paso: se anuncia como proveedor de placer, salvador de la desnutrición psicológica de su objetivo en cualquiera de sus variantes: autoestima, seguridad, diversión, valentía, necesidad de sentirse útil, de ser escuchado... conduce suavemente al otro, pero sin explicarle adonde va ni la duración del trayecto. Y sobre todo, prorroga la acción; la fantasía de su objetivo, se dispara, trabaja, imagina, anticipa, piensa, elige.

En cuanto el seductor logra instalar su monarquía en el pensamiento del otro, comienzan los delicados trámites del castigo: alterna momentos de sintonía total con otros de frialdad, inyectando en el destinatario el pánico a la pérdida y, con ello, garantizándose su apego psicológico.

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