jueves, 19 de noviembre de 2015

¿ENFERMEDADES ... O ENFERMEDAD?



¿Enfermedades? o …¿enfermedad?

Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto como decir “saludes”. Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje habitual.
                             El cuerpo nunca está verdaderamente enfermo o sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al receptor. Dado que la conciencia representa una cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la existencia de éste.
                                                                   Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la conciencia.
                      Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de enfermedad. Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (en realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un cierto equilibrio).
                   Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo sólo puede estarlo el ser humano en su conjunto—, por más que el estado de enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!)
                                                                                Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la conciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender que no suscribimos la habitual división de las enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para facilitarla. Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es decir, en la conciencia del individuo.
                                        Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso. Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.
             Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
                                                  Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación. Es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.
            Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos   como hubo siempre —aunque los síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.
                                                                                El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.
                                       En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros, como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.
                                                                                      Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos sanos.
                                                          El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su lenguaje— Más bien sería reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad. Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.
                                                               Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso, estados de la conciencia.
                 El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.

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